POLÍTICAS DEL DISCURSO Y PANDEMIA: ¿QUÉ GUERRA, CUÁL ENEMIGO?
PEDES IN TERRA 8 > DOSSIER 1: PANDEMIA Y UNIVERSIDAD
(…) ha concluido el momento de los intelectuales de vanguardia.
Los intelectuales deben aceptarse como intelectuales de
retaguardia, deben estar atentos a las necesidades y aspiraciones
de los ciudadanos comunes y teorizar sobre ellas.
B. de Souza Santos (2020)
Políticas, excepcionalidad y pandemia
En este artículo desarrollo algunas reflexiones sobre las políticas de los discursos institucionales oficiales y oficializados en torno a la pandemia, que compartí en el Debate: Pandemia, educación, salud y trabajo, que se llevó a cabo virtualmente el 28 de Mayo del corriente año organizado por ADIUNT. En las propuestas de análisis que aquí expongo convergen mis preocupaciones por las políticas lingüísticas y discursivas y las representaciones que ponen en juego; los efectos psicosociales de la cuarentena en la vida cotidiana y el impacto político educativo e ideológico de la imposición de la modalidad virtual en el proceso de enseñanza-aprendizaje.
Intento, citando nuevamente a De Souza Santos (2020), escribir y debatir con los otros, con el mundo, el cercano de mi cotidianeidad y de la institución universitaria a la que pertenezco y el lejano que nos posibilita desde hace milenios la escritura y, al presente, el espacio virtual. Este posicionamiento, que comparto y sostengo desde hace décadas, se hace tanto o más imperioso cuando los discursos de los funcionarios que gestionan la vida social, desde el poder político estatal en todos sus rangos (incluida especialmente la política educativa) hasta quienes dirigen la vida universitaria han hegemonizado modalidades y estrategias discursivas que, lejos están del con los que representan y por los que han sido elegidos, sino que se instituyen sobre esos otros, nosotros, sin diálogo y con limitadas posibilidades de réplicas. Así, y en función de las circunstancias apremiantes, el poder ejecutivo ha dirigido y decidido los itinerarios de la vida social durante dos meses, sin la articulación con los otros poderes, que no han funcionado amparándose en las restricciones y los resguardos de la cuarentena. Idéntica situación se ha visto al menos en nuestra universidad, donde decanos y rector han operado de la misma manera, sin la gestión de los Consejos Directivos y del Consejo Superior que por nuestro Estatuto constituyen los máximos órganos de gobierno. Esta omnisciencia y las evidentes ausencias resultan al menos sugestivas, ya que a los docentes de todos los niveles educativos se nos ha impuesto, precisamente por las restricciones de la cuarentena, la virtualidad como espacio de ejercicio de la práctica profesional sin ninguna consulta, sin experiencia previa y con no más de diez días de capacitación o aprendizaje autodidacta. Me pregunto, si nosotros podíamos y continuamos esforzándonos más allá de nuestros límites, recursos, angustias ¿por qué no podían hacer lo mismo los otros poderes del Estado y de la universidad?
Este último interrogante me suscita otro: ¿qué se entiende por estado/situación de excepción en el marco de esta pandemia (Agamben,G., 2020)? No parece casual el empleo de términos o de sintagmas (estructuras nominales, sustantivas, breves) que contienen al menos una doble posibilidad de interpretación que, de no explicitarse, conduce a la ambigüedad. Mucho menos cuando la recurrencia se repite. ¿La excepcionalidad se refiere a la situación en la que gran parte de la humanidad se encuentra: estado sin duda imprevisto y absolutamente impensado (más allá de ciertas ficciones)? ¿O se refiere al Estado como máxima institución política? Y en este caso, ¿por qué no se explicitan claramente los fundamentos y alcances de esa excepcionalidad? ¿Por qué se juega deliberadamente con la ambigüedad? Lo mismo ocurre con otro sintagma: población de riesgo que parece ser uno de los argumentos para la suspensión del accionar y garantías constitucionales. La preposición de en este otro sintagma nominal autoriza dos interpretaciones: ¿esa población está en riesgo o es un riesgo para otros?
Políticas de la incertidumbre
Es un hecho que la aparición de este virus, del que poco se conoce y del que se aprende en la práctica, constituye por su grado de contagio y potencial letalidad una amenaza para la vida de gran parte de la población, particularmente para determinados grupos etarios y personas que por diversas causas se encuentran inmunodeprimidas o para enormes sectores que no tienen siquiera cubiertas sus necesidades básicas y han sido sistemáticamente vulnerados en sus derechos humanos y sociales. Es un hecho también que el riesgo sería muchos menor si en nuestro país, y en otros tantos, se hubieran desarrollado y fortalecido políticas públicas de salud con la dotación suficiente de infraestructura y recursos y la contratación del personal necesario, adecuadamente remunerado y amparado por previsiones de protección y seguridad integrales, que les permitan actuar, tratar y buscar la cura, para que todas las comunidades y sectores puedan tener iguales derechos de acceso a la salud.
La pandemia puso en evidencia en todas las áreas de la vida social la carencia y/o ausencia de políticas públicas cuyo déficit lleva décadas, por más que se quiera desdibujar responsabilidades culpando a los gobiernos previos. En este contexto, la incertidumbre sobre el futuro es una consecuencia inevitable, pero –insisto- que podría en gran parte haber sido minimizada. Es precisamente esta consecuencia la que es empleada como argumentación para justificar lo que denomino políticas de la incertidumbre (y acá aprovecho la potencialidad de la preposición). Me refiero a las decisiones, acciones e intervenciones en todos los planos de la vida social que vienen proponiendo gobiernos e instituciones sobre la base del binomio acción-reacción; marchas y contramarchas permanentes, contradictorias, justificadas en la incertidumbre y en la imprevisibilidad. En un momento se plantea o se exige un accionar y casi inmediatamente después, el contrario. Así ocurre – para sólo mencionar un ejemplo- con los discursos y directivas dirigidas a los docentes: primero se plantea que no se va a volver a las clases (y reafirmo, a las clases, porque eso que intentamos en las reuniones virtuales no son clases) hasta que no haya vacuna; días después se afirma que las clases van a comenzar en agosto-setiembre; sucesivamente, se informa que se decidirá en función de la expansión de la pandemia, etc. No hay proyecto ni intento de planificar y/o proyectar por parte de los máximos organismos de gestión porque no hay ni ha habido consulta, diálogo y consenso con quienes efectivamente llevan a cabo la tarea de enseñanza- aprendizaje: los docentes, los alumnos y hoy, con un grado de presión y protagonismo sin precedentes, las familias (las que pueden asumir ese rol, sobrepasadas de tensiones, porque hay muchas que sobrellevan con verdadera humillación este traspaso de tareas para las que no han sido formadas). Eso sí, se ofrecen encuentros, jornadas, capacitaciones donde “los expertos” les dicen y recetan a los docentes lo que hay que analizar, cómo hay que analizarlo, cómo hay que pensar y cómo hay que proceder, disfrazando el paternalismo/autoritarismo con emotivas menciones al compromiso y esfuerzo de los docentes (nuevas etiquetas para el tradicional “sacerdocio” y el voluntarismo, con iguales salarios pero ahora con recursos que ponen los docentes de su propio bolsillo). ¿Será por eso que ahora se ensalza “el oficio” docente, frente a la profesionalización que se propugnaba hasta la emergencia de la pandemia? Estos hechos y discursos plagados de ambigüedades y contradicciones no son estrategias nuevas pero hoy, en virtud de las imposiciones que ya no pueden disimular, ponen en evidencia el paternalismo y verticalismo del sistema educativo sobre los docentes de todos los niveles educativos y el intento de proyectar sobre la universidad ese modelo, olvidando ahora todas las conquistas históricas de la universidad autónoma, cogobernada, pública, gratuita que hace dos años, en el aniversario de la Reforma Universitaria se ensalzaban como condiciones inclaudicables.
El discurso castrense en la pandemia: ¿guerra contra quiénes?
Las políticas de la incertidumbre, fundamentadas en la amenaza imprevisible, y direccionadas hacia la gestión de intervenciones decididas unilateralmente, se articulan con formaciones discursivas castrenses (Foucault,2002), surcadas por atisbos moralizantes disciplinarios. La política sanitaria se resignifica como una guerra contra un enemigo oculto, invisible. Se animiza al virus y se le asignan características humanas, estrategia discursiva ésta que facilita la transferencia transitiva de la peligrosidad del virus a las personas que lo padecen. Los contagiados se trasforman así en sospechosos, personas de riesgo (peligrosas para los demás) que la vigilancia epidemiológica permitirá detectar. Las correlaciones morfológico semánticas (la terminación –oso) inducen a una serie de identificaciones: sospechoso, peligroso, leproso… Por eso se hace indispensable denunciar, delatar tanto a los enemigos potenciales, los sospechosos de portar el virus o los que violan la cuarentena. Quienes están en posible riesgo de padecer la enfermedad, las víctimas, pasan a significarse como victimarios, culpables. Este sistema semiótico de fragmentación e individualismo social (divide y reinarás) se refuerza con los sintagmas con los que se designa el necesario accionar de distanciamiento físico que se requiere para minimizar el contagio: el aislamiento social preventivo obligatorio y el distanciamiento social. En tiempo de la comunicación mediada, me pregunto: ¿por qué se utilizó el adjetivo social para referirse a la distancia física? ¿Qué impacto tiene esta sustitución léxica en la percepción psicosocial?
Todo el entramado semántico y semiótico que construye e instituye la discursividad oficial, lejos de favorecer la solidaridad social, propugna lo contrario. Hacia la misma dirección conduce la apelación insiste a otro término como cuidado que implica a la vez protección y riesgo, con un alto valor emotivo. De ahí que cuando ocurre un siniestro en la vida cotidiana, solemos gritar: ¡cuidado! ¿De qué, de quién o de quiénes nos tenemos que cuidar? Y en correlación con estas cadenas semánticas, si los sanitaritas (médicos, enfermeros, camilleros…) están en la primera línea (de la batalla), la formación discursiva “autoriza” (subrepticiamente) las actitudes de rechazo y prevención frente a estos otros sospechosos. La primera línea en toda batalla suele ser la más expuesta a la muerte, la que en la vida cotidiana denominamos carne de cañon. Las implicancias de la formación discursiva y su impacto en las representaciones psicosociales permiten entender cómo se configuró este traspaso de significaciones de los sanitaristas de héroes a asesinos potenciales.
Para quienes hemos vivido y padecido varias dictaduras militares, el término operativo nos remite a recuerdos dolorosos del terrorismo del Estado que instaló un estado generalizado de terror. Y en este sentido, resulta al menos inquietante que quienes gobiernan hoy el país hayan aceptado e incorporen en sus discursos -con toda naturalidad y naturalización- sintagmas como operativos sanitarios y barreras sanitarias. Y más aún, legitimen esa discursividad en relación a las prácticas de prevención que realizan en las villas y conglomerados de población, de personas que padecen desde hace décadas necesidades básicas insatisfechas y todo tipo de carencias, a las que se suma ahora el virus que se multiplica exponencialmente por las mismas condiciones de existencia. Desde el comienzo del plan de prevención del gobierno, la autoridades nacionales, provinciales y municipales (de Buenos Aires y otras partes del país) expresaron su preocupación en relación a la expansión del virus a esos barrios. Pero no hicieron nada para resolver la falta de recursos básicos. Mientras se insistía en el lavado frecuente de manos como una de las acciones preventivas básicas, en las villas sus habitantes reclamaban con la misma insistencia la provisión de agua corriente potable, sin obtener respuestas. Cuando el virus ingresó, por razones obvias, la solución luego fue cercar los barrios. No se entiende cómo se promovió el retorno a las casas de algunos presidiarios argumentando el riesgo que comportan esas instituciones cercadas y contradictoriamente se encerró a barrios enteros sin tener en cuenta la propagación que podría promover esa intervención. Entonces, ¿las barreras y operativos sanitarios son para y en contra de quiénes? ¿Qué coherencia hay entre lo que se dice como preocupación, las formaciones discursivas que se utilizan y las prácticas que se implementan? La respuesta favorece la duda respecto de la veracidad de las preocupaciones enunciadas. Cuando se escucha que más vale tener más pobres que más muertes, ¿qué conciencia se tiene de la vida, de la supervivencia en la pobreza?
La vida y la muerte, ¿importan o son sólo piezas de un ábaco?
Las sucesivas implicaciones semióticas de la discursividad predominante también explican por qué las personas que padecen el virus y los que lamentablemente terminan falleciendo son tratados como casos enumerables y enumerados. Del mismo modo se miden los resultados en las guerras: las personas dejan de ser sujetos que piensan, sienten, hacen para transformarse en cuerpos a contar en términos de ganancia o pérdida bélica. ¿Será por eso que en el gabinete de expertos no hay profesionales relacionados con la salud psíquica o psicosocial, con la sociología, con la antropología, con la filosofía para sólo mencionar áreas que tendrían mucho que aportar en esta crisis? Pareciera que tampoco hay profesionales especializados en la discursividad y en la comunicación social. ¿Tendrán el presidente y sus equipos gobernantes y asesores conciencia de las representaciones e ideologías que ha potenciado con sus opciones discursivas?¿Son decisiones políticas voluntarias? Cuando el presidente dice que tenemos la oportunidad de construir un país más justo, que él no va a perder esa oportunidad y-señalado a los que están sentados escuchándolo y a los que virtualmente lo miramos: y ustedes tampoco, ¿nos tiene en cuenta, nos escucha, nos entiende? ¿ese ustedes interpelado somos nos-otros o la justicia pasa sólo por una percepción y definición univoca y unilateral?
Hay evidencias de que las decisiones que tomó el presidente, incluso a contrapelo de quienes lo asesoraban, han favorecido que en nuestro país no se produzcan las pérdidas de vidas humanas que, con estupor, estamos viendo en países vecinos y hemos visto a lo largo de esta corta pero cruenta historia de la pandemia en el planeta. Sin embargo, las formas de designar y enunciar esas opciones-acciones ponen en duda las ideologías que sustentarían ese país más justo porque han favorecido representaciones no sólo individualistas sino xenofóbicas, metaforizando con este término el miedo y el rechazo del otro, cualquiera sea su diferencia.
Con nuestros discursos no sólo enunciamos. Con y desde nuestros discursos decimos, significamos, representamos y valoramos o no a los otros; pensamos, sentimos y hasta hacemos a los otros. Hacemos la guerra, o la paz, la solidaridad, la igualdad, la justicia. Y si es necesario por una situación/ estado de excepción como el que estamos viviendo, apelar al Estado de excepción, habrá que decidir y decir en consecuencia si se trata de un Estado de excepción democrático (B. de Sousa Santos, 2020) o de un Estado autoritario y verticalista que aprovecha la adversidad como justificación de su institucionalidad.
Referencias
Agamben, G. (2020) La invención de una epidemia. En: Agamben,G.; Zizej, S. et al (2020) Sopa de Wuham. Bs. As, ASPO
De Souza Santos, B. La cruel pedagogía del virus. Bs. As: CLACSO
Foucault, M. (2002) Arqueología del saber. Bs. As.: Siglo XXI Editores.